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La mariposa que no podía volar

Aquella mariposa era como todas las mariposas. Tenía un cuerpo largo y esbelto. Sus antenitas se movían de un lado hacia otro nerviosamente. Sus alas poseían hermosos colores: verde, azul, amarillo, naranja y rojo. Tenían un polvito dorado que las hacía brillar intensamente cuando las tocaba un rayo de sol.

A simple vista, nada la diferenciaba de las demás y sin embargo, era diferente: No podía volar…

Cuando salieron del capullo, luego de un arduo esfuerzo, las mariposas empezaron a revolotear de un lado a otro, embriagadas por ese aire tibio que las rodeaba, ebrias de felicidad.

Ella no, se quedó en tierra, con las alas bajas, mirándolas. Todo su ser pedía elevarse e ir con sus hermanas. Pero no podía… Un peso enorme la ataba al suelo y le impedía remontarse.

Un dolor sordo le cerraba el pecho y casi no podía respirar. Quería volar pero sabía que no le era posible. Sus alas colgaban a sus costados como adornos bonitos.

Lágrimas de frustración se deslizaban por sus mejillas, caían sobre sus alas y las hacían brillar aún más.

Una mariposa se acercó, dichosa de vivir y le dijo entusiasmada:

– Ven con nosotras. ¡Esto es bellísimo!

– No quiero. Prefiero mirar. Así me divierto…

La mariposa la miró con curiosidad pero sus otras compañeras la
llamaron y voló graciosamente, hacia ellas.

¡Qué largo es el tiempo cuando hay sufrimiento! Le parecía que los minutos eran horas y que estaba detenida en el tiempo.

No se dio cuenta que un sapo verde y feo se iba acercando con la evidente intención de cenar. Cuando lo vio ya lo tenía al lado, pegado a ella. Se sentía tan sola que agradeció la compañía y sin darse cuenta, sonrió.

El sapo que ya tenía la lengua extendida, se quedó tan sorprendido que cerró la boca, guardando su larga lengua.

Ella lo miró y no vio su enorme cuerpo cubierto de manchas y verrugas, sólo vio a un ser que rompía su soledad.

– Señor – le dijo – con voz temblorosa – ¿Usted también está solo?

El sapo la miró sin comprender. Vio las lágrimas que colgaban de sus alas y notó su tristeza.

– Paseaba por ahí y te vi – dijo con voz insegura. Se aclaró la garganta.

– Mis hermanas andan por ahí, volando por primera vez.

– ¿Y por qué no estás con ellas?

– Yo no puedo volar. Quiero… pero no puedo… No soy capaz.

– ¿Por qué?

– No lo sé…

– Tienes miedo. El miedo te paraliza. No crees en tus propias fuerzas y si no lo intentas nunca sabrás si eres capaz.

– ¿Y si no puedo?

– Si no puedes, no puedes. – Contestó el sapo con malhumor. – Pero a mí me gustaría saberlo.

– Espere.

La mariposa se puso de pie, extendió las alas, las agitó y su cuerpo se elevó a lo alto.

¡Qué placer! ¡Podía volar! El cielo se extendía y era suyo. La alegría la embargaba. Era feliz. Lo saludó con una graciosa reverencia y le gritó:

– ¡Gracias!

El sapo la miró hasta que desapareció y luego siguió su camino. Sentía algo extraño en el pecho. Un calorcito desconocido pero también le dolía el estómago de hambre.

– Espero que si encuentro algo para comer, no me hable.

No encontró nada, ni un insecto… con hambre y resignación se durmió.

Esa noche soñó con hadas y mariposas, con bosques maravillosos… y fue feliz…

¿La mariposa? La mariposa se vio con algunos árboles por delante y se dio varios golpes pero no importa.

Son los golpes de la vida vivida…

Marta Fruto

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